29 janvier 2021

El feo asunto de García Montero y Gil de Biedma ("una vida en el armario")

Del feo asunto de Gil de Biedma se han dicho esta última semana muchas cosas, pero acaso las más insólitas se deban a García Montero, con ocasión del homenaje que le tributó en el Instituto Cervantes, del que es director, calificando a GdeB. de «una persona decente».

También se han escrito muchas otras, pero ningún artículo, a mi modo de ver, más completo y serio que este de Félix Ovejero. Con él debiera clausurarse un debate que los más cínicos desvían al terreno lírico (un miserable puede ser autor de una gran obra y blablablá)  y los menos dotados para el pensamiento abstracto al terreno prosaico (fue solo una vez, cinco minutos, y además no le gustó).

La impaciencia del buscador de orgasmos

por Félix Ovejero

Imaginemos que se encuentran unas grabaciones en las que Stalin se muestra como un insuperable cantante de ópera.  ¿Estaría justificado un homenaje público a Stalin? Pocos estarían a favor.  Previsiblemente, entre los argumentos --si es que se necesitan— que respaldarían la negativa destacarían dos: el artista Stalin era un dictador y una obra, por más excepcional que sea,  no disculpa un homenaje institucional. De lo anterior se siguen dos conclusiones: está justificado criticar moralmente a un artista y la descalificación moral de la persona es suficiente para desaconsejar el homenaje.  Y no se siguen otras: la calidad artística debe juzgarse moralmente y los ciudadanos no pueden homenajear a quien quieran.  Como se ve, el argumento nada tiene que ver con la estrategia de acallamiento woke de la izquierda reaccionaria, sobre la que algunas cosas tengo escrito: ni falacia moralista ni limitaciones a la libertad de expresión.

Aquí podría terminar mi artículo a cuenta de la polémica suscitada por el homenaje institucional a Gil de Biedma.  Pero como parece que, pace el poeta, el placer del pensamiento abstracto no está al alcance de algunos, creo que toca desgranar el singular argumentario de  ciertos defensores del homenaje. Para empezar, una advertencia: en el párrafo anterior no se equipara al poeta con el dictador. Si lo traigo como ejemplo es simplemente para desmontar dos tesis: primero, que al artista se le aplica un código moral especial y, segundo, que la excelencia artística, sin más, justifica un homenaje público. Aclarar estas cosas no merecería ni dos líneas, pero en fin… 

Si se está de acuerdo con lo expuesto, para defender el homenaje solo cabrían los matices: sostener que no hay nada malo en lo que el poeta nos cuenta en su diario o que lo que cuenta no es lo suficientemente grave.  Dicho de otro modo, la aprobación del homenaje se desplaza hacia la valoración moral de lo sucedido.  Vamos, que no es un debate entre curitas y transgresores: todos  estamos en el terreno de la moral,  al menos los miembros de la especie humana, aquellos capaces de manejar de manera inteligible palabras como “injusto” o “indigno”.  Si acaso, como digo, los partidarios del homenaje deben argumentar: que no hay nada que condenar, que lo que se cuenta es perfectamente aceptable,  o que  se trata de un asunto menor que no impide un homenaje público.

No me queda claro a cuál de esas opciones se apuntan quienes apelan a que “eran otros tiempos”, a que no podemos juzgar con nuestras presentes convenciones morales, o a que “solo fueron cinco minutos”. Lo de los cinco minutos es, en el mejor de los casos, una conjetura difícil de casar con otras informaciones acerca de la vida del poeta, que no faltan, incluida su propia correspondencia, en particular una carta a Gabriel Ferrater de febrero de 1956. Supongo que eran informaciones como esas las que llevaban hace unos años a Arcadi Espada a preguntarse en estas mismas páginas: “¿Hay alguien con conocimiento en este mundo que pueda dudar de que JGB dedicó mucho más tiempo a los polvos que a los versos?”. Lo de “otros tiempos” sorprende todavía más, si esa consideración se entiende  en su sentido habitual, esto es, como que “en aquellos tiempos la conducta no era reprobada”. No, no estamos ante los esclavos de Jefferson ni aun menos ante la relación de Machado con Leonor, por recordar una delirante comparación de Gimferrer hace unos años.  Precisamente por eso se eliminaron ciertos pasos en la primera edición. Y, por Dios, no aduzcan que es una cuestión privada y, por tanto, no caben evaluaciones. Las cuestiones “privadas”, que no son las “íntimas” (según nos enseñó Garzón Valdés),  se tramitan a diario en los tribunales.

Bueno, cabe otra posibilidad, que me despistaba: reivindicar lo que Gil de Biedma nos describe. No sé si esa es la opinión del catedrático García Montero cuando habla de la “honestidad ética”. En tal caso, se alabaría el gesto del poeta como una suerte de rebelión ante la gazmoñería de la España franquista.  Frente a la hipocresía, la sinceridad.  Un argumento sorprendente habida cuenta de que la vida entera de Gil de Biedma fue una vida en el armario; antes que rebelarse, se sometía a las convenciones, a todas.  Y la mejor muestra de que lo de “igualar con la vida el pensamiento” quedaba para los versos es la mala gestión pública de su homosexualidad.  En este aspecto, en el que indiscutiblemente el desorden moral era del mundo, de una realidad política represora, no se le conoce el menor asomo de rebeldía. Al revés, ocultamiento y acatamiento.  La hipocresía en su peor versión.  Por eso se entienden aún menos los elogios a la sinceridad del director del Cervantes. Si es que la sinceridad, sin más, es una virtud.  

El lector habrá observado que hasta ahora no he realizado ninguna valoración moral de lo que cuenta el poeta. Me he limitado a señalar lo que juzgo malos argumentos de quienes defienden el homenaje. La valoración reflexiva de las prácticas sexuales no se puede hacer al  buen tuntún. Por lo general, hay poco que decir cuando los protagonistas deciden libre y autónomamente. En el trasfondo de esa intuición se esconde un principio general importante: los agentes deben tomar sus decisiones con plena autonomía.  Por eso el problema no es tanto llevar burka sino poder quitárselo, poder decir que no sin verse sometidos a penalizaciones o chantajes sociales.  En nuestro caso, no parece que pueda considerarse autónoma una relación en la que uno de los protagonistas está sujeto a la jurisdicción del hambre, para decirlo con Cervantes. Sobre todo, cuando el otro lo sabe. A mi parecer, ese es el terreno  –inevitablemente moral–  en el que deberían instalarse quienes aprueben la conducta del poeta.  Más exactamente, no deberían disculparlo, sino defenderlo, al modo como –con toda la razón del mundo– se defienden las (el derecho a mantener) relaciones homosexuales. Entonces sí quedaría justificado el homenaje público. 

El recorrido anterior tiene escasa enjundia conceptual. De más envergadura es otro asunto que apenas ha asomado en los debates y que formulado toscamente se concreta en la pregunta: ¿puede una mala persona ser un buen artista? La respuesta habitual no va más allá de lo que podríamos llamar el principio Maradona: era un mal bicho pero jugaba como Dios. Un argumento, tal cual, poco discutible. Hay excelentes físicos, economistas, directores de orquesta y fontaneros con vidas miserables, carentes de la mínima autenticidad moral. Y, desde luego, a nadie se le ocurre juzgar sus quehaceres por su calidad humana. 

En el caso de ciertas actividades artísticas, como la poesía, las cosas resultan más complicadas.  Sobre eso se ha escrito mucho  –servidor, con perdón, un libro entero– y si algo se puede concluir es que no caben las respuestas sumarias. Aunque hay algunas cosas relativamente indiscutidas: una persona incapacitada para explorar el alma humana (en el límite, los autistas) nunca podrá escribir Guerra y Paz o La Comedia Humana. Por supuesto, ese no es el caso de Biedma (vuelva quien no entienda la comparación a mi tercer párrafo).  Caben pocas dudas acerca de su talento para la exploración de la primera persona (y para el análisis político, dicho sea de paso). Tampoco creo que quepan dudas acerca del cultivo de las virtudes epistémicas en su quehacer poético.  Basta un elemental paseo por su taller  (notas y correspondencia)  para confirmar lo seriamente que se tomaba el empeño poético. Incluso su temprana decisión de abandonar la poesía cabría interpretarla en ese sentido. 

Ahora bien, la pregunta anterior apuntaba en otra dirección: ¿alguien insensibilizado ante la dignidad de los otros puede tener una plena comprensión de la condición humana, sin la cual no cabe una genuina obra artística? El famoso lema de Terencio (“nada humano me es ajeno”) resume una condición necesaria para ciertos ejercicios artísticos. Una condición necesaria, no suficiente. Cierto es que también cabría pensar que es compatible comprender a los otros, entender lo que hay en juego cuando se desatiende su dignidad,  pero que… total, da lo mismo.  Dejo al lector explorar las implicaciones de esa posibilidad. A mí, las que se me ocurren, me estremecen.  

Recorrer estos últimos caminos, llenos de recodos, está fuera del alcance de un artículo de opinión.  Hasta donde se me alcanza la discusión se ha limitado a presentar una pseudocontraposición entre “liberales” y “moralistas”.  Y no sé yo: aquí nadie defiende prohibir nada; moralistas, por lo expuesto, lo somos todos y  lo de liberales, a cargo del presupuesto y mandando callar, como que suena raro.  

Pero, en fin, tampoco me hagan mucho caso, que no soy catedrático. 

                               (Aparecido en El Mundo el 29 de enero de 2021)

 

24 janvier 2021

Carta abierta a Luis García Montero

Querido Luis:

Al día siguiente del homenaje al poeta Jaime Gil de Biedma que presidiste tú como director del Instituto Cervantes, los periódicos recogieron tus palabras, afectadas sin duda por las declaraciones de quienes la víspera habíamos opinado libre y respetuosamente sobre la pertinencia de ese acto y sobre la conducta del propio GdeB. y el modo en que este la reflejó en su Diario del artista en 1956. De tus palabras en ese acto me llaman la atención estas: «Además,  LGM ha insistido en la importancia de analizar la obra del poeta con "rigor filológico y no en esos puestos de segunda mano que depara el Rastro del cotilleo, la falta de estudios universitarios y la murmuración calumniosa"». En ese reparto te reservaste, claro, «el rigor filológico» y resulta evidente que, aunque no me nombraras, el otro lote parecías estar adjudicándomelo a mí. 

Antes de proseguir conviene recordar que lo que conocemos de la pederastia y los abusos con niños de GdeB. no procede de ningún puesto de segunda mano del Rastro del cotilleo: lo conocemos de primera mano por el propio Gde B., que quiso, póstumamente, circularlo. Y si bien no es cierto del todo lo segundo (aunque pobres, uno tiene sus estudios universitarios), no acabo de entender lo de la murmuración: en este asunto sabes muy bien que siempre he ido de frente, públicamente y con todo el rigor posible, sí.

Resumiéndolo:

1. Jamás he aludido al valor poético de GdeB., que es lo primero que hacéis quienes tratáis de pasar por alto «lo otro»,escudándoos en su obra poética. Es el momento en el que unos aprovechan para «cargarse de razón» (preguntando de manera teatral: «¿Pero qué nos van a dejar, si nos quitan a GdeB., Celine, Pound?») y otros para descalificarnos por puritanos u homófobos, imputaciones a todas luces falsas e insidiosas, o sea teatrales.

2. No es este un caso de pedofilia (GdeB. no ha sentido el menor amor por ese niño); y aun siéndolo de pederastia, lo es principalmente de abusos a un niño «de 12 o 13 años».

3. Que la inclinación sexual o la falta de escrúpulos (éticos y estéticos) de GdeB. le muevan a acostarse con niños, no es de lo que yo estoy hablando, aunque lo mire con atención y seriedad, por aquello de que nada de lo humano me es ajeno. No es ese el problema. Pero sí el deshumanizado trato que da a su víctima en el diario, su falta de compasión, su irritación incluso por que el niño del que ha abusado no se mostrase más complaciente con él. Por eso dije en mi artículo de El Mundo que «GdeB. desaprovechó una ocasión de oro para comprender y compadecer a sus víctimas después de contar cómo las vejó, y quizá porque tampoco se sentía culpable sólo viera en los hechos su parte estética, o sea cosmética». (Y emocionarse oyendo La Internacional, como confiesa el autor de esos abusos, insensible al paria de la tierra que tiene frente a sí, sé que a ti, siendo comunista, te producirá la misma perplejidad que a mí, que dejé de serlo hace cuarentaicinco años).

4. No parece adecuado que un Estado democrático confunda a la ciudadanía con mensajes contradictorios (no lo hacen en Francia, por ejemplo), vetando a unos artistas por razones de abusos y celebrando a otros, pese a sus abusos, como en el caso de GdeB. Convendrás también en que es difícil de comprender que el Gobierno que ha concedido la nacionalidad española a James Rhodes «sobre todo por su compromiso frente al maltrato y la violencia contra los niños», programe al mismo tiempo un homenaje a quien ha decidido expresamente dejar por escrito su jactancia de abusador.

5. Libertad absoluta de creación y difusión para las obras de GdeB., de Celine, de Pound y de cualquiera. Pero no a los homenajes con dinero público y en espacios públicos: “sin honores de Estado”. Y libertad absoluta sexual, dentro de los límites que marca la ley. 

Poco más que decir. Hace un par de días, Martín López Vega, colaborador tuyo y amigo mío también, se dirigió a mí públicamente («Te equivocas, Andrés»), preocupado por mi obra: «Tienes todas las de perder, (...) arrastras al barro a tu obra, que no lo merece». Hablando de GdeB., que tiene un poema sobre la «Nostalgie de la boue», no deja de tener gracia. No sé si en el sueldo de López Vega entraba o no escribir lo que ha escrito (y lo habría entendido también), ni creo que en el tuyo entre el de dirigirte a mí como director ni como amigo, pero sí el de tratar con rigor estas cuestiones y acaso con un poco más de respeto a quienes vean en esto algo más que un asunto filológico. Quiero decir, a los que vemos aquí un debate ético, postergado desde hace treinta años, desde que se publicó su Diario, únicamente porque GdeB. era «uno de los nuestros». Porque el GdeB. al que me he referido en todo momento, Luis, no es ni tuyo ni mío, ni debería ser de nadie.

Un abrazo

A.

14 janvier 2021

A propósito de GdeB

Se publica hoy en El Mundo esto sobre el escabroso asunto no resuelto desde hace treinta años. El reportaje de Luis Alemany está muy hecho Estas fueron mis respuestas a sus preguntas.

  1. Muy sencillo: ¿crees que la famosa página del niño, la vivencia y su narración, invalida homenajes públicos como el del Cervantes a JGB?
De lo contrario podría parecer que se trata de blanquear desde las instituciones conductas no solo reprobables sino punibles penalmente, sólo porque quien las cometió era un poeta «prestigioso». Resulta como mínimo chocante la indulgencia con unos y la severidad con otros.

  1. ¿Cómo interpretas el encubrimiento de todos estos años sobre este episodio?
Cuando se conocieron esas páginas Pere Gimferrer, Rosa Regás y Terenci Moix salieron en defensa de su amigo. Los tres me pusieron en su diana. El primero trató de minimizar la pederastia de Gil de Biedma equiparándolo con Antonio Machado, a quien llamó pedófilo; la segunda, llamándome a mí homófobo, y Sergio Vila San Juan leyó a Moix, antes de ponerse este a escribir nada, algunas frases literales; «hosti tu, el Jaime aqui s'ha passat una mica», fue todo lo que dijo; por supuesto, no escribió nada. A Gimferrer le respondí que era una vileza comparar al que se acostaba por dinero con un niño de trece años con quien se casaba con una muchacha de quince, cosa en absoluto infrecuente en la época. Y a Regás le recordé que ella no estaba defendiendo a un homosexual sino a un pederasta y abusador sexual, y que la cosa no iba de homofobia; tampoco replicó.

  1. Supongo que este tipo de casos se están haciendo habituales. ¿Cuál crees que debería ser el criterio general con el que las sociedades y sus representantes debemos acercarnos al recuerdo de artistas o filósofos valiosos cuya vida nos merezca una censura más o menos cierta?
El criterio deberían establecerlo las administraciones. ¿Puede rescindirse el contrato a un tenor acusado de abusos no probados y homenajear al mismo tiempo a quien se ha jactado de pederasta y abusador? Una periodista catalana me preguntó a raíz de aquellas polémicas: «¿Pero usted metería hoy en la cárcel a Gil de Biedma?». Le parecía inconcebible, un atentado contra Cataluña. Yo le respondí: «¿Por hechos como los que relata en ese libro? Yo no; la Guardia Civil». Por otro lado aquí no se juzgan valores literarios, sino hechos. A Celine no se le juzgó por haber escrito Viaje al fin de la noche, sino por antisemitismo. Y dicho esto, a quien le gusten los poemas de Gil de Biedma incluso ese Diario, adelante; son todo suyos, que circulen libremente.






14 décembre 2020

Delibes, un bosquejo

 En El Norte de Castilla, el sábado. Junto a otros cien.

Fue, el primer año que pasé en Valladolid, en 1971, la única compañía que tuve de veras: la lectura de los libros de Delibes. En la casa del hermano de mi padre donde viví entonces tres o cuatro meses había cinco o seis. No había casa burguesa vallisoletana donde no estuvieran sus libros. Delibes tenía esa rara virtud en un escritor de caerle bien a todo el mundo, a los que lo leen y a los que no. Se reconocían en sus historias, en su manera de contar, en su sencillez. Podían comprobar la exactitud de sus pinturas, porque los modelos los tenían también a dos pasos. Era una institución, a parte del director del periódico importante de la ciudad y la región, El Norte de Castilla(nombre precioso para un periódico, dicho sea de paso, por lo sonoro y significativo). 

Y no cayó uno en aquellos libros a ciegas. Al contrario. Había allí otros de la época (ya sabéis, Gironella, Cela, García Pavón), pero me había impresionado uno o dos años antes, en una edición barata de quiosco de Rtve (veinticinco pesetas), La hoja roja, la novela, de las suyas, que sigo prefiriendo. 

Entre aquellos cinco o seis libros se hallaba el Diario de un cazador. Me deslumbró y me descubrió a Delibes de la naturaleza, tan diferente de todos los escritores paisajistas, fueran Gabriel Miró o Azorín, más cerca Delibes de este, no obstante, que de aquel. 

Yo entonces me sentía un poco como el protagonista de esa novela, un obrero pucelano que se pasaba soñando toda la semana con salir al campo. También yo empezaba a soñar no sé si con salir al campo o sólo con salir de la ciudad. Esta me resultaba como a él hostil, claro que a mí aún llegaría a sérmelo aún más, pasado el tiempo. Cuando en 1992 se publicó El buque fantasma, que cuenta aquellos años descacharrados como estudiante y militante de la Joven Guardia Roja, Delibes y Jiménez Lozano (fue este quien presentó mi novela en Valladolid), la festejaron con una sonrisa maliciosa, acaso por haberme tomado unas libertades con la ciudad que ellos nunca se habían tomado. Desde entonces, si tenía que ir a Valladolid, no dejaba nunca de ir a hacerles una visita. Algunas están contadas en los tomos del Salón de los pasos perdidos. Fue así hasta sus muertes.

En los últimos tarjetones que Delibes me envió se amontan las letras como si los hubiera escrito un ciego, y apenas se entiende lo que se dice en ellos. Aunque yo presumo que serán cosas afectuosas. Era un hombre bueno en el buen sentido machadiano. No era ajeno, claro, a los dramas rurales, ni a la tristeza de la vida de los pueblos castellanos (lo que Sergio del Molino atinó a decir La Espala vacía) ni al irredento porvenir de sus pobladores, pero era incapaz de causar daño a nadie. Porque, como es sabido, nadie tan sensibilizado con el dolor como los cazadores, cuyo arte consiste precisamente en vendimiar la vida a los animales de una manera noble y respetuosa, pues aunque era consciente de que el animal no tiene deberes y no puede tener por tanto derechos, sabía también que el hombre no podía degradarse en indignos ejercicios venatorios. Véanse sus lances persiguiendo a la perdiz roja, a veces durante horas, él solo, con su perro y su escopeta en una fría mañana de invierno. Es lo más zen que ha dado la literatura española.

Las obras de los escritores, muertos estos, pasan por diferentes estados. Es una opinión extendida que muchos, tras su muerte, han de atravesar un corto o largo purgatorio, y la mayoría no saldrán ya del olvido. No hemos visto que tal cosa haya sucedido con las de Miguel Delibes, ni creo que sucederá. No, desde luego, con todas aquellas en las que trata de «las cosas del campo». La mitad de sus libros, como quien dice. No son libros estáticos, no son el pasmo de un contemplador. Tampoco desde luego ejercicios de estilo. Delibes es un hombre de acción, y lo que le gusta es dotar a sus escenas de caza, de pesca o de naturalista de un cierto drama. En todas ellas hay más que una intriga (eso es cosa de novelistas), una inquietud (cosa de los poetas). Y Delibes, que no sé si escribió alguna vez versos, se muestra en esos libros como un poeta, sobrio y castellano, un poco románico, si se quiere, pero poeta al fin y al cabo. 

Y como a poeta, creo yo, se le leerá siempre, un poeta que no va de poeta (son los mejores), ni siquiera de escritor, sino sólo de eso, uno que cuenta cosas si ve que alguien tiene interés en escucharlas. 

Fue para uno hace cincuenta años la mejor compañía, y sigue siéndolo. Ya no son cinco o seis libros los que tengo de él a mano. Creo que tengo todos los suyos (dos estantes y sí, en primera edición y algunos dedicados). Así que de vez cuando, algunas tardes en las que se siente uno vagamente solo, saco uno del estante, lo abro y me digo: «A ver que nos cuenta hoy mi amigo». Porque se me olvidaba decir que aunque los libros son los mismos, Delibes parece que siempre está contando cosas distintas y nuevas. Como únicamente saben hacer los poetas.

28 novembre 2020

Zenda. Una entrevista

A las entrevistas entrevistas les pasa lo que a las fotos, en unas sales peor o mejor que en otras, en unas te dices «yo no creo haber dicho eso» (normalmente lo has dicho, pero te disgusta verlo dicho de manera tan textual), y en otras te sorprendes y te haces sonreír, como cuando Chaplin se reía viendo sus propias películas mudas.

En esta el mérito es de Javier Ors y de Victoria Iglesias, que hizo unas fotos que dan bien el ambiente.



23 novembre 2020

Volver al Rastro

LA novela de Dickens se titula, literalmente, Grandes expectativas, pero se tradujo por Grandes esperanzas. El Rastro de Madrid, uno de los rincones más dickensianos de la ciudad, es lugar de grandes expectativas pero de pocas esperanzas. Allí todo el mundo lleva en la cabeza negocios fabulosos, vendiendo o comprando; ahora, esperanzas las justas. Esa ha sido la maquinaria que no se ha detenido nunca, ni siquiera durante la guerra civil. Tuvo que venir la covid para que se cerrara por primera desde el siglo XVII; en marzo y abril, por completo; luego abrieron tiendas y almonedas. 
Este domingo volvía el Rastro, o una pequeña representación de él. A primera hora había guardias por todas partes. Más que rastreros. La idea, lo que ellos llaman dispositivo, era permitir unos quinientos puestos y unos tres mil visitantes. Se calcula que en una mañana normal hay mil puestos y entre cincuenta y cien mil visitantes. De momento han dejado tres plazas (Cascorro, Vara del Rey, Campillo del Mundo Nuevo), y una calle (Ribera de Curtidores). Los dispositivos en España tienen siempre un punto surrealista. La pendiente de la Ribera es muy pronunciada, lo agradable es bajarla; el dispositivo puso al río de gente fluyendo en una sola dirección desde la Ronda a Cascorro, que es como barrer una escalera empezando por abajo. Al disponer de tan poco espacio se han visto obligados también a mover los puestos de sitio, quiero decir que el que antes se ponía en la calle del Carnero ahora va a estar en el Campillo y al que estaba en una punta del Campillo pueden haberle mandado a la Ribera. Como si el callejero fuese el cubo de Rubik,
Ayer todo el mundo estaba contento. «Claro que el que falta no sabemos si es porque le toca otro domingo o porque es baja», oímos decirle a alguien. En el Rastro se habla de la muerte con mucha naturalidad. Algunos activistas repartían sus pasquines: «El Rastro es un lugar seguro. Está al aire libre». «Eso es relativo», oigo que dice alguien detrás de una mascarilla. Yo le entiendo. Se refiere a que el Rastro es un comercio de tacto y de contacto, la gente quiere tocar lo que compra, por si es falso, y se aglomera, por si es un chollo y se lo lleva otro antes. 
Ha sido un Rastro extraño, como todo lo que nos pasa últimamente. Pero nadie se queja (y habría razones para hacerlo). Lo importante, oigo también, es que hemos vuelto: Sí, me digo; con las esperanzas de siempre, pero con mayores expectativas que nunca, si cabe.

                                                                            (Publicado era El Mundo el 23 de noviembre de 2020)









 

 

21 novembre 2020

Una conversación y un paseo

La conversación la mantuvimos Manuel Jabois y yo este lunes pasado. El paseo es de cualquier momento.