25 avril 2016

Líderes, chapuzas

NO han dejado de oírse nunca las lamentaciones: esta sociedad, al contrario que otras del pasado, carece de verdaderos líderes que condujeran con más tino y prudencia a sus pueblos: en el mundo, en Europa, en España, en las comunidades autónomas, en ciudades y municipios sufrimos a unos dirigentes mediocres, sin imaginación y a menudo sin escrúpulos. En España se pondera hoy, como ejemplo de sagacidad, entrega y coraje a políticos de los que oímos no obstante, cuando estaban en activo, los peores denuestos (y se recordará durante mucho tiempo aquel “tahúr del Misisipi” que Alfonso Guerra, en activo hasta hace un año, le espetó a Suárez, a quien la posteridad  parecía reservar la más alta consideración histórica). Es uno de los lugares comunes más recurrentes: cualquier tiempo pasado fue mejor.

Dice Frazer en La rama dorada que “hasta las extravagancias y caprichos de un tirano podrían servir para romper la cadena de costumbres que ataba pesadamente al salvaje”, y que la decidida determinación de uno solo contra el oscurantismo de “los consejos de ancianos” podía suponer un impulso formidable “para el engrandecimiento de su pueblo y el progreso social, industrial e intelectual” de esa comunidad. Parecía estar pensando, claro, en alguien como Napoleón, pero sabemos estadísticamente que son mucho más abundantes los Atilas y Hítleres o en su escala menos dañina, pero no menos perniciosa, una incalculable tropa de gentes tan ambiciosas como ridículas que se miran cada mañana en el espejo de la madrastra de Blancanieves. Muchos consideran que sin Hitler Churchill no habría llegado a ser el gran político que fue, pero la mayor parte de los británicos de su tiempo probablemente habrían preferido haberse ahorrado el dictador alemán, aunque ello hubiera comportado que Curchill hubiera sido un político del montón. Viendo los influyentes “consejos de ancianos” de la vieja política española, echa uno de menos líderes como ese del que hablaba Frazer, pero la posibilidad de que no sea precisamente Napoleón le deja a uno indeciso, más o menos conforme (pero desesperado) con los que tenemos, unas gentes que se llaman a sí mismos líderes, pero que tienen de líder lo que tiene de albañil ese chapuza que tras hacer un gran estropicio, aún se atreve a pasar la factura.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 24 de abril de 2016]

22 avril 2016

No es lo que parece o Don Quijote ha vuelto

INVITADO a ello por Luis García Montero, ha iniciado uno este relato de asunto cervantino, que continuará Juan Marqués, Carlos Marzal y cerrará Pedro García Montalvo. O sea, un relato a cuatro manos, que se publica hoy en infolibre y que empieza así:

Los alumnos de 2º del colegio Nuestra Señora del Mar, de El Ronquillo, fueron dejando en la mesa del profesor, al entrar en clase, el trabajo de redacción de tema único: “Don Quijote ha vuelto”.
La idea de los responsables de Educación de la Junta de Andalucía fue esta: para conmemorar el cuarto centenario de la muerte de Cervantes los alumnos de EGB y Bachillerato debían encontrar, entre las gentes de hoy, nacionales o extranjeras, a quien en su opinión encarnara mejor las virtudes, se supone que explicadas por los profesores en clase, de don Quijote de la Mancha. Los trabajos participarían en un concurso, cuyo primer premio consistía en un viaje de tres días con los gastos pagados a Argamasilla de Alba y otros lugares quijotescos. 
José Luis Pellitero, que fue uno de los que acogió con entusiasmo la iniciativa de la Consejería, se llevó aquellos trabajos a su casa y esa misma tarde los leyó.
Como buen cervantino le gustaron todos, en todos encontró algo genuino y los que no le divirtieron por discretos, le hicieron sonreír por disparatados. ¿Quiénes eran los nuevos quijotes en opinión de sus alumnos? Había para todos los gustos: el Rey Felipe, algún que otro político, científicos, voluntarios, cooperantes y activistas de oenegés, Cristiano Ronaldo (“por razones humanitarias”, y aquí soltó la carcajada, y también cuando llegó a la parte en la que aparecía Leo Messi como Sancho Panza), Bill Gates (en este coincidieron cinco o seis) e incluso hubo una alumna, esa que está enamorada en secreto de su profesor, que no dudó en elegirle a él, José Luis Pellitero, si no como nuevo don Quijote, sí como reencarnación de Cervantes, ya que le había oído decir a él en clase que seguramente don Quijote tenía tanto de loco como de cuerdo, pero también que se parecía mucho a Cervantes en lo guasón. No obstante de todos los trabajos el que sin duda llamó más la atención del profesor fue el de Farouk Abdelhay. No le extrañó, porque lo tenía por uno de los más inteligentes, aunque fuera también uno de los que le alborotaban la clase. Fue el único que había encontrado a don Quijote en El Ronquillo.
Pellitero dio las gracias a sus alumnos, celebró el alto nivel de los ejercicios, comentó varios de ellos y anunció que el seleccionado para concursar era el de Farouk.
Se armó un grandísimo revuelo, con alborotos y parabienes, porque Farouk tenía muchos partidarios, y también se oyeron dos o tres tímidas protestas de algunos envidiosos que no entendían cómo un moro que ni siquiera era capaz de hablar español sin acento fuese el ganador de un trabajo de lengua.
Al acabar la clase, Farouk, a solas con el profesor, le dijo que no quería concursar, en realidad le dijo que no podía concursar: si llegaba a oídos de su padre que había contado aquello, lo mataba.
Este era el hecho: un domingo de hacía un año, recién llegados a El Ronquillo, cuando apenas les conocía nadie en el pueblo, a su padre lo sorprendió el guarda de La Solana furtiveando la finca de la marquesa de Ajales, setencientas hectáreas, un tercio de cereal, otro de olivar y otro de monte. Lo llevaba a punta de escopeta al cuartelillo. Al rato se cruzó con ellos Braulio, albañil y muy conocido en el pueblo. Venía de cazar del coto cercano que tenía la Sociedad de Cazadores de El Ronquillo. El guarda le contó lo que pasaba y le mostró triunfal la liebre que había decomisado a aquel hombre. Preguntó Braulio al furtivo si era verdad lo que decía el guardia, y este asintió con la cabeza, y en mal castellano añadió que ponía los lazos por necesidad. El guardia apenas le dejaba hablar y repetía prolijo: “Pues no haber entrado en mi finca, so cabrón; a robar a tu país, que allí bien que os dan por culo, y os cortan la mano” (esta parte José Luis Pellitero era partidario de redactarla de otro modo). Braulio, que oía aquello en silencio, dijo al fin, mira Manolo, tú eres un gilipollas (también habría que cambiar esta palabra) si por una liebre montas este escándalo; ¿no te acaba de decir que lo hace por necesidad? Devuélvele la liebre y déjale marchar. No me toques los cojones (ídem) y métete en tus cosas, le respondió el guarda. Discutieron al principio normal y luego a gritos, hasta que Braulio lo apuntó con la escopeta y le dijo que o lo soltaba o le soltaba a él un tiro en la barriga, y que si no, iría él mismo a la Guardia Civil a denunciarlo por abuso de autoridad.
No tuvo otra el guarda que soltarlo, y Karim, padre de Farouk, en cuanto se vieron libres de él, se lo agradeció con lágrimas en los ojos y no consintió que Braulio se fuese sin antes pasar por su casa y conocer a su familia, a su mujer, a su suegra, y a sus cinco hijos, la mayor de los cuales, Axa era entonces una muchacha de diecisiete años, alta para su edad, bellísima, con unos ojos grandes y negros como aceitunas y una sonrisa que no parecía de este mundo. Braulio, soltero, treintaisiete años, se enamoró de ella desde aquel día y empezó a frecuentar la casa de Karim, y sin que nadie se explicase cómo, pues jamás los vieron hablar ni nadie sospechaba nada, el mismo día en que Axa cumplió los dieciocho, Braulio se la llevó a vivir con él. Los padres y hermanos de Braulio dejaron de hablarle y los padres y tíos de Axa amenazaron con raptarla y devolverla a su aldea, donde la habían prometido a un viejo desde que era niña, y si no, la matarían.
Y de paso me corta los güevos (habla bien, Farouk, le amonestó el profesor), si llega a oídos de mi padre que he contado esto. Pero nadie le podría quitar de la cabeza a él, Farouk, que de no haber sido por Braulio a su padre lo hubieran metido en la cárcel y los hubieran deportado a todos. Braulio era un nuevo don Quijote, decía en su redacción, pues había remediado una grandísima injusticia a punto de cometerse, y aunque ahora las cosas, anduvieran tan revueltas en su casa, para él Braulio seguía siendo un quijote. Cierto que esa parte de la historia ya no la había metido en su trabajo (dos folios), pero tenía muchas razones para seguir pensando que quien se había arrejuntao (juntado, Farouk, le corrigió el profesor) con su hermana era un gran tipo, por cosas que le había contado de él su hermana, cuando iba a visitarla en secreto, y por cosas de las que él mismo era testigo, y que tenían que ver con el contrabando de tabaco.

De estos últimos negocios, naturalmente, no le dijo una palabra al profesor.

17 avril 2016

Breves variaciones sobre Cervantes

1,
Las Cervantas

Así se llama en una información judicial a las mujeres que viven con Cervantes en Valladolid,1605: las cervantas. Incluye a sus hermanas, Andrea y Magdalena, su sobrina Constanza, su hija Isabel. Incluso su esposa, Cataliza de Salazar, que ha vuelto a vivir con Cervantes después de una separación de años, queda incluida en ese mote vejatorio. ¿De donde procede ese calificativo, qué se quiere insinuar con él? Al propio Cervantes se le moteja de ciervo en algún soneto que ha empezado a circular por entonces, es decir, de cornudo. No tienen, pues, buena fama esas mujeres que han tenido que vivir de las más o menos nutridas indemnizaciones de los hombres que prometieron casarse con ellas e incumplieron su palabra. No son desde luego tampoco buenos tiempos para las mujeres que quieren vivir emancipadas. Cervantes siente, no obstante, simpatía por ellas, principalmente por aquellas que no se arredran ante esos ultrajes que jueces, nobles y clérigos no siempre amparan. En labios de la hermosa Marcela, uno de los personajes más fascinantes del Quijote, oímos un grito que sólo tres siglos después sería habitual en las calles de Londres, entre las sufragistas: “Yo nací libre”. Marcela además es una mujer que prefiere la soledad a tener que aceptar a la fuerza el matrimonio: “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos”, dice, y nadie podría decirlo mejor hoy mismo.

2,

"Yo nací libre"

No hay obra de Cervantes donde no aparezca una gran mujer. Es celebérrimo en tal sentido el personaje de Marcela (en el Quijote), acaso la primera heroína feminista de la literatura. Si don Quijote había declarado “yo soy quien soy” (lo más difícil de saber en esta vida), Marcela, con su famosa frase, no le va a la zaga: “Yo nací libre, y para poder vivir libre escogí la soledad de los campos”. Marcela, muchacha bellísima (en Cervantes casi todas lo son), cansada de los pretendientes que se la piden en matrimonio a su tío, ninguno de su gusto (pues no gusta ella tampoco del matrimonio), decide, vestida de pastora, llevar vida retirada cuidando de su rebaño. Los pretendientes encuentran injustificables sus desdenes, pues entienden que la mujer ha de doblegarse al fin y al cabo a un varón. Grisóstomo, uno de los desatinados que así piensa, llega incluso a quitarse la vida. El razonamiento de Marcela es, sin embargo, tan implacable como demoledor: Nadie puede imponer a nadie amar a quien no ama (“Te quiero por hermosa: me has de amar aunque sea feo”, dice ella con mucha gracia), y forzarle a vivir con quien no quiere es hacerle desgraciado. “El cielo hasta ahora no ha querido aún que yo ame por destino, y el pensar que tengo que amar por elección está de más”, dice Marcela, y nadie que quiera ser libre puede decirlo mejor.

3

El Quijote más allá de Cervantes

Hace tres semanas una alumna del instituto Blas Infante de Córdoba le preguntaba a uno en el curso de una charla sobre estos asuntos: ¿Con quién se identifica usted más, con don Quijote o con Sancho Panza? No es una pregunta fácil de responder, porque siéndonos personajes, ambos dos, sumamente simpáticos, con ninguno de ellos se identificaría nadie. Quien escogiera ser don Quijote, sabría a qué se expondría
 su señor de la melancol de la muertee y sabio que ha gobernado lasmo:
 entre todos.ptado la medalla de honor de: golpes, burlas, hambres, escarnios, sólo tolerables estando un poco loco y por una buena causa, traer un poco de cordura a este mundo. Claro que la cordura tampoco le libra a Sancho de golpes, burlas, hambres y escarnios, teniendo también él una causa noble para soportarlos: ganarse la vida.
Con quien uno de verdad se identifica leyendo el Quijote, le dije a aquella muchacha, es… con Cervantes, con su manera de ver las cosas y presentárnoslas.
El primero en plantear de un modo radical esta cuestión fue Unamuno, siempre tan radical: don Quijote fue una creación que excedió con mucho a su creador, casi nunca, decía él, a la altura de la misión que tenía don Quijote en esta vida: remover la conciencia de los hombres, y arrancarlos del deplorable sentido común, ese que está hecho sólo de lugares comunes. Y siguiendo su razonamiento llegó a afirmar lo que muchas gentes creen también: Cervantes, sin el Quijote, no habría pasado de ser un autor del montón, más o menos.
Estando uno de acuerdo con Unamuno en tantas cosas  de su apasionada Vida de don Quijote y Sancho, no podría estarlo en ese punto. En realidad creo que a Unamuno le sobraban un poco todos, don Quijote, Sancho, incluso Cervantes (“¿Qué me importa lo que Cervantes quiso o no poner allí y lo que realmente puso? Lo vivo es lo que yo allí descubro, pusiéralo o no Cervantes”, llega a decir). Lo que nos seduce del Quijote es precisamente la mirada compasiva de Cervantes, su humor, su finura, su amor por los planos oblicuos (aquel “di toda la verdad, pero sesgada” de que habló Emily Dickinson) y el respeto con que habla de la realidad, sin el menor resentimiento, él, a quien la vida dio tantos motivos para ser un resentido. Y claro, esa manera de decirnos que las cosas de esta vida no están resueltas jamás en el blanco o el negro, sino en los grises. Sin salirnos del Quijote: don Quijote puede acometer algunos actos de cuerdo (la defensa de Andrés, el muchacho al que azota su amo) sólo si está loco, y otros de loco (soltar a los galeotes) que deberían acometer los cuerdos, lo mismo que Sancho se hace el loco (sosteniendo que una albarda son jaeces), para beneficiarse de algo por las mismas razones por las que su amo quiere beneficiarse de una vacía llamándola yelmo sólo porque esta loco, por no hablar del momento en que un loco como don Quijote llega a ser sublime (en su discurso de la Edad dorada) y Sancho, entre sus insulanos, alguien que deja en pañales al gran Solón. Quiero decir, que si Cervantes hubiera escrito esta novela en el siglo XIX y hubiese sido francés, habría dicho: “Don Quichotte, c’est moi… et Sancho aussi”.

y 4

Una carta

Querido Javier: esta es la cita,
sin dudarlo: Q1, 18 (fue lo que citó el rey de ahora en su coronación, aunque no completa la cita, completa tiene mucha más miga, aplicada a la situación actual):

–Has de saber, Sancho, que no es un hombre más que otro, si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que pronto ha de serenar el tiempo y han de ­sucedernos bien las cosas, porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca.

Habla don Quijote, pero por boca de Cervantes.
Cito por mi traducción (has de saber, por sábete, y presto, por pronto, etc.)
Un abrazo
A.

    [Tres de estos textos se publicaron en El País (BabeliaEl País Moda) estos días atrás; el otro no sé dónde]

11 avril 2016

El gran aburrimiento

Acaba de publicarse en la revista El estado mental.
* * *

EL GRAN ABURRIMIENTO O LOS COMPASES DE ESPERA
Andrés Trapiello

DESPUÉS de todo, la civilización se debe a los vagos, a los desocupados. La civilización empezó              cuando sujetando un hombre a otro a la esclavitud, le obligó a trabajar para los dos, y libre él de tener que esforzarse por su parte para ganar el pan, pudo mirar a las estrellas y preguntarse: “¿Por qué darán así vueltas? ¿Por qué saldrán ahora por aquí y mañana por allá?”. Unamuno.

SI has empezado a leer esta página acaso sea porque no tienes nada mejor que hacer. Siempre tenemos algo mejor que hacer, si pudiéramos hacerlo. Eso no quiere decir que la estés leyendo por no tener nada mejor que hacer (aunque también se darán casos; resulta difícil comprender aquello que decía Baroja, “lo importante es pasar el rato”, porque está muy cerca de “lo más importante es perder el tiempo”). El verdadero aburrimiento es sólo un compás de espera. Casi todo lo que hacemos nace de un no hacer, todo lo valioso es el alumbramiento de un vacío, tal y como vemos que sucede con esas grandes nevadas que se hacen preceder de un silencio en verdad sobrenatural, como si llegaran tras un formidable bostezo de la naturaleza. La atención y la espera, este es el extraño origen de aquello que merece el nombre de humano, incluso el origen del “animal de fondo”.
No se entiende, o se entiende mal, pues, que el entretenimiento tal y como suele presentarse hoy día (el triunfo de la distracción y la impaciencia) esté, desde mi punto de vista, tan valorado. Precisamente porque vivimos en la sociedad del entretenimiento, al menos en esta parte del mundo que hemos dado en llamar civilizado, será difícil encontrar uno más aburrido que el nuestro. ¿Y no es lo que algunos entienden por “descontrol” (como la diversión en grado sumo) la negación de las normas, y, por tanto, de lo civilizado que hay en nosotros? De tal modo es así que algunos podemos percibir tal diversión, incluso en sus grados aparentemente más inocuos (pan, circo y fútbol), como lo más plebeyo, mientras tenemos el aburrimiento, “el gran aburrimiento”, como síntoma de refinamiento o como la conquista sin la cual no sería posible alcanzar nuestras aspiraciones. No es infrecuente que muchos se aburran cuando creen estar divirtiéndose ni que algunos pocos se diviertan con aquello con lo que la mayoría se aburre. Lo cual a menudo ofende a los primeros, como si la sociedad del ocio fuera al mismo tiempo la del resentimiento.

1,
No es sencillo ponerse de acuerdo en qué entendemos cuando hablamos de aburrimiento. En casi todas las lenguas existen varias palabras para expresarlo. Los esquimales cuentan al parecer con cuarentaiséis términos diferentes para decir “nieve” y los escoceses dieciocho para decir “lluvia”. Aburrimiento, tedio, hastío, desgana, cansancio, fastidio, abulia, acedía, apatía son algunas de las palabras que nosotros empleamos para definir un estado de ánimo que suele ser el de la melancolía, la acedía, la pesadumbre, la aflicción. Todas estas palabras, aquellas y estas, con su matiz propio, no siempre complementario o excluyente. A medida que las sociedades se han ido haciendo más complejas las palabras reflejan el estado emocional de las épocas. Tomemos el ejemplo del desesperado por antonomasia, Werther, el último neoclásico y el primer romántico: se suicida por hastío. Como consecuencia de ello aquel suicidio en la ficción fue imitado en la realidad en toda Europa por un buen número de werthers reales. En cambio Leopardi, en quien triunfó el romanticismo más delicado, habló siempre de noia, aburrimiento. También de uggia y de tedio. La modernidad obligó a Baudelaire a recurrir a una palabra inglesa que él universalizó: spleen, esplín. En inglés spleen es bazo, el órgano causante de las secreciones que anegan el espíritu en la melancolía y otros estados anímicos parecidos y de causa desconocida (principalmente la melancolía moderna). Entre hastío y spleen la palabra había hecho el mismo viaje que el individuo que dejaba atrás una sociedad rural para adentrarse en la ciudad moderna.
Cada época se ha planteado qué hacer con su aburrimiento. Desde los griegos. ¿No se aburrían troyanos y aqueos en las largas esperas entre combate y combate, unos junto a las naves, los otros tras las murallas de Ilión? En la Ilíada se nos dice que muchos de los males de los aqueos nacieron precisamente del aburrimiento de Agamenón. Sólo que el aburrimiento de Agamenón era como él, un aburrimiento pequeño, mezquino. En el gran aburrimiento de Aquiles, durante el tiempo que pasó solo en su tienda negándose a combatir, se gestaba la victoria sobre Troya.

2,
Se podría pensar que la civilización es la historia de una conquista: la de la felicidad, felicidad que se ha hecho depender hoy más que nunca de la palabra ocio. Ocio, opio. El ocio es el opio de los pueblos modernos, pero ¿soportaríamos este tiempo frenético sin una u otra clase de anestesia? Si al menos siguiéramos usando la palabra antigua recreo y recreación el mundo parecería menos inhóspito y sombrío. De “recreo” dice el Drae: “acción de recrearse”. El relato del Génesis cobra plenamente sentido: la creación del hombre a su imagen y semejanza, fue una recreación de Dios, algo que le sacó del aburrimiento que llevaba durando toda la eternidad. El Ser inmortal se aburría mortalmente. El aburrimiento es algo divino y para Leopardi no está al alcance de todos los humanos: “El aburrimiento es raramente conocido por los hombres de poco valer y casi nunca por los animales”. En otras palabras: el aburrimiento es prerrogativa únicamente de los mejores, una forma de aristocracia, como en Hamlet. Su célebre “ser o no ser, de eso se trata” es consecuencia del gran aburrimiento que lo tenía postrado tras la muerte de su padre.

3,
Cuántas páginas dedicó el pobre Leopardi al aburrimiento, a la noia. Quien haya viajado hasta Recanati y visitado el palacio donde pasó medio recluido los primeros veintitantos años de su vida, comprenderá bien el alcance de esa palabra. La vida de aquel joven en aquel pueblo (para nuestra perspectiva actual es precioso, orillado, tranquilo con sus caserones vetustos y placitas silenciosas, pero él no dejaba de considerarlo un “poblacho de mala muerte”), sin atreverse a salir de casa para evitar las burlas de sus paisanos, y condenado al estudio como única distracción, fue un amargo suplicio, pero le debemos, paradójicamente, los frutos más felices de la poesía romántica. Él mismo se refirió a esa paradoja: con frecuencia los escritos de los autores que más han sufrido, nos sirven de consuelo, sucediendo que el hastío que los hizo desdichados a ellos, nos proporciona una verdadera distracción a nosotros. “La noia è in qualche modo il più sublime dei sentimenti umani”, leemos en sus Pensieri. El aburrimiento es de alguna manera el más sublime de los sentimientos. Lo siente así, consciente de que alguien como él, contrahecho y enfermo desde niño, no puede aspirar acaso a nada más que al aburrimiento, donde confina la sociedad a aquellos a quienes considera torvamente seres superiores. “Jamás llegué a imaginar que enterraría mis años mozos en mi pueblo natal, entre una gente grosera y vil, que ve sólo nombres raros y aun motivo de risa y de jolgorio en saber y estudiar, y que me odia y evita no por envidia, ya que no me tiene por superior, sino porque está segura de que me tengo por tal, aunque de esto a nadie di jamás la menor muestra”, nos dice Leopardi en “Los recuerdos”, uno de sus poemas más hermosos.
Y con ello señala algo que suele acompañar al aburrimiento, a saber: el desprecio (y la irritación e incomprensión sañuda) de aquellos, incapaces de aburrirse, por aquellos otros que transforman su aburrimiento en grandes obras.

4,
Hay, desde luego, un aburrimiento productivo y otro estéril.
Refiriéndose a este, sacamos de las inagotables bodegas del Libro de los pasajes benjaminianos este fragmento: “Émile Tardieu editó en París, en el año 1903, un libro sobre el tema de L’ennui [El aburrimiento], en el cual pretendía demostrar que la acción humana en su conjunto no es sino el intento, siempre inútil, de escapar al aburrimiento, mientras que al tiempo todo lo que fue, todo lo que es y será, nunca consigue sino alimentar inagotablemente dicho tedio. Uno creería, al escucharlo, encontrarse en presencia de un potente monumento literario, como un monumento aere perennius erigido en honor del taedium vitae de los viejos romanos. Mas con ello hemos dado de repente, bien al contrario de lo que suponíamos, como ciencia mezquina y arrogante de un nuevo Monsieur Homais, que convierte todo cuanto es grande, desde el valor de los héroes a la ascesis propia de los santos, en prueba irrefutable del acierto de su soso y cerrado malestar de pequeño burgués incorregible”.
Benjamin (quien estudió como ninguno la vida pequeñoburguesa en relación de los pasajes parisinos y su comercio, en general, y en particular el tedio, spleen, como motor del flâneur que buscaría en los pasajes el remedio de la angustia que padece el que habita la ciudad, en cuyas multitudes se sumerge con una vaga esperanza), sugiere que a la calidad de la acedía, se la conoce por sus frutos, heroicos o santos, en un caso, o mezquinos en otros. Dicho en otras palabras: a grandes tedios, a grandes aburrimientos y malestares, grandes obras; las obras mezquinas son fruto únicamente de un aburrimiento sin grandeza. Así parece señalarlo también el propio Benjamin en otro de los pasajes de sus Pasajes: “Nos aburrimos cuando no sabemos qué será lo que estamos esperando (…) El tedio es el umbral de grandes hechos”.

5,
Cuando decimos “un aburrimiento mortal” no estamos sino aludiendo a un irse sin retorno. El aburrimiento no salvífico acabará siendo la antesala de la muerte, se nos recuerda una y otra vez (y no hay moralista que haya dejado de hablarnos de ello, desde Joubert o Lichtenberg: “El hastío ha causado más víctimas que la voluptuosidad, más borrachos que la sed y más suicidios que la desesperación”, resumirá por todos ellos la Rochefoucauld), principalmente aquel aburrimiento inicuo derivado de la civilización (los pasajes del París romántico o de Milán o incluso de Madrid –hubo aquí dos o tres– fueron expresión suma de una modernidad cristalizada en la decantación por antonomasia que es una ciudad), de modo que cuanto más civilizados, más ociosos, y cuanto más ociosos más expuestos al tedio y a la barbarie, demostrando que la lógica del aburrimiento es tan aplastante como diabólica. Al final no parece haber escapatoria.
La gente tiende a considerar el aburrimiento como el fracaso del ocio, de cierto ocio, cuando en realidad es sólo consecuencia de ese espacio reservado a la diversión. Hemos venido a divertirnos, no lo logramos, y nos aburrimos doblemente. Por tanto, excluye el aburrimiento mezquino la mayor parte de las cosas llamadas a hacerse en “el gran aburrimiento” (en el mismo sentido que hablaba Nietzsche de “la gran salud”: la acedía, o mal del bazo, vendría a ser principio de “la gran salud”. La noia leopardiana lo salva a él, nos salva a nosotros). Pues el gran aburrimiento, el aburrimiento productivo no aspira a acabarse en diversión, en deserción de la realidad, sino a cumplirse en obra, en realidad más plena, transformando el tedio en melancolía.

6,
Los testimonios de quienes aseguraron que sus grandes obras o descubrimientos o inspiraciones procedieron de estados de aburrimiento o periodos marcados de tedio son muy abundantes. En el terreno de las ciencias el de Newton es el más conocido. Sin su sesteo bajo un manzano, las famosas leyes habrían tenido que esperar unos años. En el de las letras acaso ninguno lo exprese mejor que el muy justamente célebre, aunque olvidado, Viaje alrededor de mi cuarto, 1794, de Xavier de Maistre. Un hombre, obligado a permanecer unas cuantas semanas recluido en una habitación, da en viajar con la imaginación por toda su vida, partiendo de los grabados y muebles que le rodean. No hay lugar, por alejado que esté, ni hecho, por hundido que yazca en el tiempo remoto, al que él no pueda llegar. La experiencia de Maistre se repetirá una y mil veces en algunos condenados a prisión. En 1938 un hombre espera su muerte en un barco prisión de Barcelona. Un golpe de suerte le mantiene con vida, y aquel hombre, Sánchez Mazas, podrá escribir un año después en un cuaderno (todavía inédito): “Tu cárcel era perfecta porque además estabas condenado a muerte, y la muerte era la única que a la puerta te esperaba, era tu única preocupación, la única que te reclamaba. Figúrate la infinita libertad de un hombre, cuya única preocupación es ya la muerte. Pues es el ser más libre y despreocupado que exista, porque ha reducido ya al último mínimo posible la posible preocupación humana: morir o no morir”. Donde otros sin duda se hubieran desesperado, Maistre, Sánchez Mazas y tantos más conocen el alcance de la verdadera libertad que se les hurtó cuando estaban libres.

7
Como es sabido, no hay mayores aburrimientos ni más gratos de recordar que los de la niñez. Al niño los minutos se le hacen horas, las horas siglos. Recuerdo que los aburrimientos propios y de mis hermanos (vengo de una familia numerosa de nueve, casi todos seguidos, con diferencias de un año), se alternaban o se sumaban unos a otros, para desesperación de nuestra madre, que se veía incapaz de disipar tan siquiera unos pocos. Si al hacer alguno de nosotros una pequeña pifia, echaba mano de una muletilla (“cuando el diablo no tiene que hacer”, nos decía resignada, “con el rabo espanta moscas”), al ir alguno a ella con un “me aburro” (como quien presenta una reclamación en la ventanilla del sindicato del espectáculo), recurría a otra: “Ni pobre ni rico, sólo se aburre el borrico”. Aquella era, qué duda cabe, una invitación a hacer algo de provecho “con” nuestro aburrimiento, y señalaba de paso que el talento para sacar algo valioso del aburrimiento, como el bosquimano fuego de unos yerbajos secos y un palito, no era prerrogativa de ricos, sino de los inteligentes, “porque, al fin, trabajar es mucho menos aburrido que tener que divertirse”, tal y como decía Baudelaire en Mi corazón al desnudo.
Acaso por mi propio temperamento he visto que no ha sido uno otra cosa que un aprendiz de aburrimientos a lo largo de mi vida. No sólo porque el tedio sea ese soñar despierto al que también se refiere Benjamin, y en el que tienen cabida toda clase de deseos, sino porque finalmente ese vacío da origen a deseos inesperados que son la tregua de nuestra melancolía.
Porque, paradójicamente, la desesperación no procede nunca de quien cultiva su aburrimiento y sobrelleva su taedium vitae (dioses o santos) en una permanente espera (como quien no aparta la mirada de la semilla que ha de germinar o de esas hierbas secas junto a las que frica el palo sobre la tabla), sino de aquel que para acabar con su aburrimiento ha decidido divertirse, de divertere, que etimológicamente es huir, fugarse, correr hacia todas las partes al mismo tiempo. Y tal huida a todas partes es a un tiempo hacia ninguna. Por esa razón no se verá mayor desesperación que la de aquel que cree estar divirtiéndose, y no ya por lo que decía también Leopardi (“con el tiempo, todas las cosas llegan a causar aburrimiento, incluso los mayores deleites”), sino porque ninguna de esas diversiones van dirigidas a sí, tal y como sucede con los grandes ensimismamientos, origen de las meditaciones más fecundas.

 y 8
Que la sociedad del espectáculo sea al mismo tiempo la sociedad del aburrimiento lo declara la cada vez mayor ineficacia de los remedios que esa sociedad industria para acabar con la única fuente de verdadera dicha de que disponen los hombres afortunados: su aburrimiento.
Ninguna felicidad podrá igualar hoy en mi memoria aquella hora, entonces en verdad odiosa, en la que, durante los abrasadores veranos de la niñez, se nos condenaba a hermanos y ocasionalmente primos a dormir la siesta. Arracimados en diferentes camas y en una habitación en penumbra, raramente dormíamos. Sólo el vuelo de una mosca podía distraernos momentáneamente de la verdadera ocupación de aquel bendito aburrimiento: el pensar en todo aquello que haríamos en cuanto recobráramos la libertad, y aquella voluptuosidad no era comparable a ninguna otra, de modo que si sucedía, como a veces sucedía, que acabáramos durmiéndonos, al despertar le seguía un grandísimo desconcierto y pesar, no tanto porque entrábamos de nuevo en la realidad por una puerta extraña y medio dormidos aún, sino porque lo hacíamos desprovistos de todas las armas que normalmente nos proporcionaba nuestro aburrimiento durante la vigilia.
Aquella sensación no ha desaparecido aún. Sigue pensando uno que esta vida es una sucesión de compases de espera, resueltos algunos en tal o cual acorde o sucesión breve de notas. Otros acaso, dentro de muchos años, cuando ya no estemos aquí para oírla, podrán conocer nuestra verdadera melodía completa, cantarnos como balada, y hacer de nosotros música al fin.