25 septembre 2016

Malas personas

LA gran aportación de la modernidad, hija del romanticismo, acaso haya sido mirar el mal como un gran valor estético. El primero en sembrar las flores del mal fue Baudelaire; los surrealistas trasplantaron al marqués de Sade, y después de eso todos se apuntaron a la fiesta, poetas alcoholizados, escritores fascistas, filonazis y leninistas, camicaces de la heroína... El bien, que se caricaturizaba para escándalo de los púlpitos, era aburrido; el mal, mucho más divertido, era además un buen atajo para la gloria, esa ficción. Se diría que nada que no fuera anómalo podía triunfar, que la vida no valía nada sin cargar las tintas.  Lo resumió bien la achampanada Mae West en una frase de cine, el lenguaje de la modernidad por excelencia: “Las chicas buenas van a al cielo, las malas a todas partes”. En cierto modo los más avispados se pusieron por montera a Nietzsche. Él había dicho: “La moral a través del arte, y el arte a través de la vida”. Los modernos le desmintieron. Dijeron: para nihilismo, el nuestro, ética sin estética y estética sin ética. Lo que sucedió a continuación es de sobra conocido. 

Lo oímos muchas veces. Un gran artista podía hacer una obra maestra sin dejar de ser un canalla, ser un gran poeta y un proxeneta, un asesino, un pederasta. Cuando trataba uno de rebatirlo, se le creía un puritano. Hace unas semanas La Vanguardia publicó una entrevista con Howard Gardner, científico de la universidad de Harvard. Ciencia, Harvard... Al fin, el primo de zumosol. Tras años de investigaciones y experimentos, ha llegado a conclusiones que no hacen sino confirmar lo que por otro lado siempre se ha  sabido, desde Homero: los verdaderamente grandes lo son porque son verdaderamente buenos, aunque no todos los buenos lleguen a grandes. “En realidad, las malas personas no puedan ser profesionales excelentes”, sostiene Gardner; “no llegan a serlo nunca. Tal vez tengan pericia técnica, pero no son excelentes. Lo que hemos comprobado es que los mejores profesionales son siempre ECE: excelentes, comprometidos y éticos”. Desde luego no siempre es fácil dilucidar el valor de una obra, pero ayudará mucho saber cómo era su autor en su casa, en la vida, con los más débiles. Y el ser humano, que nace cojo de los dos pies, llega más lejos con estas dos muletas, una y otra: ética y estética. 

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 25 de septiembre de 2017]




12 septembre 2016

Inseparables

LA muerte del filósofo Gustavo Bueno, de 91 años, cuarentaiocho horas después de la de su mujer Carmen Sánchez, de 95, nos deja pensativos. La vida, como tantas veces, parece conducirse de una manera delicada y misteriosa. “Amor constante más allá de la muerte” dijo Quevedo, y amor constante parece el de esta pareja y algunas otras que, tal y como nos recuerda en un artículo Belén Sarriá, deciden desaparecer al mismo tiempo después de una larga y bien temperada vida en común. Los compara a los agapornis: “Un ave”, nos dice Sarriá, “que no sólo vive en pareja, sino que muere en pareja”. 

Del agaporni nos cuenta Wikipedia que es un pequeño loro africano y que el tiempo que viven en pareja, entre diez y quince años, se les ve acicalarse las plumas uno al otro y hacerse arrumacos, lo que les ha valido ese nombre griego (de ágape, amor, y orni, pájaro) y el  de “inseparables”, como también se les conoce. La wpedia, sin embargo, no dice nada de que mueran juntos. Tanto da para lo que tratamos ahora: muchas parejas humanas sí lo hacen. Los científicos tienden a atribuir esa falta de ánimo para seguir viviendo, tras la muerte de uno de los dos, al vacío y soledad que dejan en el otro, y hablan de “relaciones de dependencia” más que de amor, esas dos llamas trenzadas en un único fuego que se extingue sin remedio en cuanto se desgaja una. 

Es posible que quien se quede solo después de tantos años de vida en común, no encuentre nada que le retenga en este mundo, pero seguro que a muchos de ellos no les consume la pena de la soledad tanto como el ansia y la esperanza de volver a reunirse con el ser querido, y pronto, en el otro. “Porque yo, desde luego, creo en otra vida, en un más allá, pero no tengo ninguna imagen de ella y quisiera apartar de tus ojos todas las estampas de ese más allá –incluso las más grandes, como la de Dante–, porque todas esas estampas, a los recelosos, a los difíciles, los retrasa, los ahuyenta”, le decía Ramón Gaya a su amigo Antonio Sánchez Barbudo en una carta de 1953, el año en que Gustavo Bueno y Carmen Sánchez empezaron una historia de amor constante más allá de la vida y de la muerte. Pues podría decirse del amor, y con más razón, lo que de la materia saben hasta los más difíciles: no se crea ni se destruye, sólo se transforma. 

     [Se publicó en el Magazine de La Vanguardia el 11 de septiembre de 2016]

5 septembre 2016

El nombre de las calles (y 2)

SE decía en la primera parte de este artículo que ante el cambio de nombre de algunas calles de Madrid nadie había protestado. Pues no. Hubo gentes a favor y en contra.  Los caballeros legionarios, sus amigos y parientes (un colectivo que según ellos agrupa a ¡“cien mil personas”!) dirigieron un suplicatorio a la alcaldesa para que no se le quitara el nombre a la de Millán Astray, uno de esos personajes que hacían las delicias de Valle Inclán cuando este buscaba modelos para sus esperpentos. ¿Y qué razones aducían estos cien mil hijos de la Legión? El papel secundario de Millán Astray en el levantamiento militar y en la guerra; el haber fundado él una institución ejemplar, cuya marcha nupcial es bien conocida (“Soy el novio de la muerte, mi más fiel compañera”, etc.); el no haber disparado su grito (“Viva la muerte! ¡Muera la inteligencia”) contra Unamuno, como sabemos, sino a otro de los catedráticos presentes, Francisco Granados, cosa mucho más justificada; y, en fin, por el “valor militar” de alguien a quien describen como un intelectual que hablaba francés y era socio del Ateneo, o sea, un liberal. Sólo les faltó añadir que era un pacifista, ya que sus campañas en las guerras coloniales del Norte de África, con las que hizo carrera, se resolvieron casi siempre en derrotas, y cuando fueron victoriosas no sirvieron para nada. Pese a ello, hay cien mil personas en España que considerarán una gran injusticia despojarle de su calle.

Y en parte tienen razón. Si no se la hubieran dado, ahora no se la quitarían. A la mayoría de los que tienen una, a los cien años les viene grande. Por eso le gustan a uno tanto los nombres  antiguos de las calles. Hablábamos de la del Desengaño. Otra de mis preferidas, en Madrid, es la Costanilla de los Desamparados, a dos pasos de donde vivió y murió el desamparado Miguel de Cervantes. O la del Barquillo, donde estuvo en tiempo la casa de Tócame Roque; o la de Válgame Dios, tan machadiana... Parece que aquella manera poética de poner nombres a las calles, no volverá. Sea. Pero hagamos de ellas al menos espejo de la ejemplaridad, y confiemos en que dentro de un siglo, cuando nadie recuerde ya a Millán Astray, alguien agradezca vivir en la Avenida de la Inteligencia o en la de los Cuatro Vientos, como también se llamaba originalmente esa calle, nombre mágico donde los haya.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 4 de septiembre de 2016]